Wednesday, July 26, 2006

BONUS TRACK



LA NOBLEZA DE LOS AUTOS VIEJOS

El recuerda la cara de ella, sus palabras:
“Nada de lo que me dijiste violó aún mis oídos”.
Ahora están a mil kilómetros de distancia.
El come lechón frío mientras escucha a otro
insultar y elogiar por partes iguales
el motor de su Rambler 67’.
Anochece.
Nada en la ruta lo hace presentir
pero es Nochebuena.
El otro ya habló algo de unos primos,
pero también indicó las luces de una parrilla,
más allá, en la entrada del pueblo.
El va dejando las costillas de lechón en una lata
para que los perros se acerquen sin resentimientos
y las lleven por ahí.
Sus hijos están lejos. A medianoche
abrirán los paquetes en los que gastó su aguinaldo,
agradecerán a Papa Noel, experimentarán los juegos
con los vecinos de siempre, la madre y el amigo que
les presenta esta Navidad.

El otro ahora se limpia con un trapo las manos.
Dice algo de la nobleza de los autos viejos.
Luego mira el terrerío del piso
sin deseos de fijar un precio por su trabajo.
Cuando se va del taller ya es nochebuena:
las once menos veinte.
No va a ningún lado, sólo escapa.
La chica del principio,
la universitaria de las diez palabras que lo apasionaron,
brindará con abuelas y tías y luego,
previsible, se emborrachará y terminará por ahí,
en los boliches del Bajo, con alguno cualquiera.-
En ese momento sus hijos ya dormirán
(cuatrocientos kilómetros al sudeste).-
Sólo escapa.
Con el culo, la espalda, el cuello,
todo su hastío hecho sudor;
guiado en la ruta interprovincial
por las tres luces blancas
de la parrilla del cruce.-



CHEVROLET 37’

A través de esa llanura que ya sus abuelos
aprendieron a llamar pampa
manejaba el Chevrolet 37’
desaforado como un demonio.

Junto a él viajaba un cadáver,
una adolescente
tuberculosa y aristocrática
muerta el mediodía anterior
en las Sierras de Córdoba.

A las tres horas de manejar
comenzó a saberlo: el cadáver
junto a él había abierto los ojos,
realizaba sutiles movimientos
expresando el dolor de la muerte.

Aceleró aún más:
la polvareda detrás del Chevrolet
simulaba tornados nocturnos.

No se envalentonó
no giró la vista hacia su derecha.

No quiso saber nada de esa muerte apasionada
de esa muerta que quizás lo deseaba
primer y último hombre no ya de su vida
sino del primer instante de
la eternidad de su memoria.

Años después correría rallíes por
esos mismos caminos;
un alambrado de tres hilos
lo decapitaría
(una mañana de octubre,
un guiñapo colgante junto al auto en llamas).

Por ahora
la muerte es una adolescente
acompañándolo en la madrugada,
los pelos de su sexo humedecidos por
el formol y la lascivia de los sepultureros
que acondicionaron su desnudez
entre obscenidades y persignaciones
para su adiós aristocrático
en la sala de la mansión familiar
sobre las barrancas de San Isidro.



EL DESENLACE

El joven, con su ropa azul,
las manos en la cintura,
espera quien sabe qué cosa
antes de patear un corner.

Más allá, apostados alrededor del arco,
otros de azul y algunos más de blanco,
todos congelñados en la imagen.
El que mira siente frío en su piel,
en sus labios, en la espalda.

Sólo perciben el calor insultante de
la siesta sus ojos
que pueden salir más allá de la burbuja de aire frío
del micro interprovincial
y reconocer el verano en la imagen
de la cancha polvorienta a orilla de un zanjón
junto a una curva de la costanera
de esa ciudad sofocante, ribereña, dormida.

Todo el tiempo que dura la curva
los jugadores permanecen quietos.

El micro se acerca y el que mira se convence que
esa burbuja,
esa película de Chuck Norris
en los dos televisores colgados
entre los portaequipajes,
esa primavera técnica y ronroneante,
atraviesa la vida de los otros como
una aguja sin hilo la tela de un vestido de noche,
sin dejar marca, sin lastimar, sin permanecer.

El joven de azul suelta sus manos de la cintura
y comienza la carrera.

El micro,
que ha recorrido seiscientos metros
dentro de la imagen,
impiadoso no se detiene,
y el que mira jamás podrá saber
el desenlace de la jugada.



UNA EXCURSION A LAS SIERRAS

Cuatro cascadas más tarde
(siete fotografías en las que sonreía como
un fantasma oculto en el paisaje)
ella decidió que ya era tiempo
de regresar a la Villa.
El no dijo que sí,
ni que no,
pero intentó
desandar el sendero
esfumado entre piedras iguales.

En media hora más va a anochecer,
profetizó ella.
El,
como antes,
no respondió:
Se había atascado su pie
- un mal movimiento -
entre dos rocas del arroyo.
Había descubierto que
el agua estaba helada.

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